jueves, 12 de noviembre de 2015

Ejemplos Narradores

NARRADOR HOMODIEGÉTICO PROTAGONISTA:

Yo me creo capaz de capear un temporal, de inyectar cianuro y de lidiar un sida, pero un sida con Loca no. Esa combinación no la maneja, como dicen en Colombia, «ni el Putas». «El Putas» sería el que fuera capaz y yo no soy. El Putas no existe pues, y si no que venga a probarlo en esta casa.

Yo bajaba y subía y bajaba y subía por esa escalera empinada de atrás de que les he hablado, donde unas veces abajo, otras arriba, se instalaba la Muerte a cagarse de risa viéndome bajar sábanas sucias que lavaba en la lavadora, que tendía al sol a secarse, y que volvía a subir para que la imparable diarrea del enfermo las volviera a ensuciar. Y el Papa, que es tan bueno, tan útil, tan santo, ¿dónde está que no viene a ayudar? Y maldecía del zángano impostor y su madre. Las carcajadas de la Muerte, pese al tiempo transcurrido, aún me retumban en los tres huesitos del oído medio: el martillo, el yunque y el estribo.

-¿Se te antoja ya el pescadito? -le preguntaba a Darío que llevaba tres días con sus noches de diarrea sin dormir ni comer.

Que si, me decía desfalleciente con la cabeza y yo, sin perder un segundo, bajando a tumbos la escalera corría a prepararle el pescado que le había comprado la víspera y que tenía descongelándose desde por la mañana en el fregadero de la cocina en espera de que quisiera comer: no estaba, desapareció.

-¿Y dónde está el pescado que dejé aquí -gritaba yo desde abajo como un loco, desesperado.
-Yo lo guardé -contestaba desde arriba la Loca-  Está en la nevera.

Y en efecto, ahí estaba, vuelto una piedra, un mamut de la edad glacial. Sin que yo me hubiera dado cuenta, la Loca había bajado a la cocina y había metido el pescado al congelador.

-¿Y quién te mandó meterlo? -le increpaba desde abajo a la maldita vuelto una furia.
-Lo metí para que no se fuera a dañar -contestaba desde arriba la santa-. ¡Yo no sé qué va a ser de esta casa cuando me muera!

La Loca era más dañina que un sida. Sus infinitas manos de caos se extendían hasta los más perdidos rincones de la casa como el pulpo de Víctor Hugo en «Los Trabajadores del Mar». Era la encarnación viviente de las leyes de Murphy: todo en mi casa siempre podía salir mal porque para eso siempre estaba ahí ella, su incontrolable presencia. Así la mano incapaz de alargarse para apagar una lámpara metía solicita el pescado al congelador. Su mano era una pata. No bien acabe este recuento de desdichas, con la venía de Tomás de Aquino y Duns Scotto teólogos y de Kant filósofo, me voy a escribir un tratado de teología inspirado en ella: «Critica de la Maldad Pura». La Loca era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de Dios Diablo, y se había confabulado con su engendro del Gran Güevón para matar a mi hermano. Cuando no era ella la que metía el filosófico pescado al congelador se lo comía el engendro, que de tanto alzar pesas vivía hambreado. ¿Y para qué levantaba pesas Cristoloco? ¿Para pegarme a mi? ¡Que se atreviera! Y este su servidor apacible mantenía lista una varilla de hierro para enderezarle al forzudo sus torcidas intenciones cuando se le quisieran expresar.

(Fernando Vallejo- El desbarrancadero)



NARRADOR HOMODIEGÉTICO TESTIGO:

Así, pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer la atención del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un hombre normal y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante; la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro una expresión vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me referiré. También la barbilla delataba una firme voluntad, aunque la cara alargada y cubierta de pecas -como a menudo observé en la gente nacida entre Hibernia y Northumbria- parecía expresar a veces incertidumbre y perplejidad. Con el tiempo me di cuenta de que no era incertidumbre sino pura curiosidad, pero al principio lo ignoraba casi todo acerca de esta virtud, a la que consideraba, más bien, una pasión del alma concupiscente y, por tanto, un  alimento inadecuado para el alma racional, cuyo único sustento debía ser la verdad, que (pensaba yo) se reconoce en forma inmediata.

Lo primero que habían advertido con asombro mis ojos de muchacho eran unos mechones de pelo amarillento que le salían de las orejas, y las cejas tupidas y rubias. Podía contar unas cincuenta primaveras y por tanto era ya muy viejo, pero movía su cuerpo infatigable con una agilidad que a mí muchas veces me faltaba. Cuando tenía un acceso de actividad, su energía parecía inagotable. Pero de vez en cuando, como si su espíritu vital tuviese algo del cangrejo, se retraía en estados de inercia, y lo vi a veces en su celda, tendido sobre el jergón, pronunciando con dificultad unos monosílabos, sin contraer un solo músculo del rostro. En aquellas ocasiones aparecía en sus ojos una expresión vacía y ausente, y, si la evidente sobriedad que regía sus costumbres no me hubiese obligado a desechar la idea, habría sospechado que se encontraba bajo el influjo de alguna sustancia vegetal capaz de provocar visiones. Sin embargo, debo decir que durante el viaje se había detenido a veces al borde de un prado, en los límites de un bosque, para recoger alguna hierba (creo que siempre la misma), que se ponía a masticar con la mirada perdida. Guardaba un poco de ella, y la comía en los momentos de mayor tensión (¡que no nos faltaron mientras estuvimos en la abadía!). Una vez le pregunté qué era, y respondió sonriendo que un buen cristiano puede aprender a veces incluso de los infieles. Cuando le pedí que me dejara probar, me respondió que, como en el caso de los discursos, también en el de los simples hay paidikoi, ephebikoi, gynaikeioi y demás, de modo que las hierbas que son buenas para un viejo franciscano no lo son para un joven benedictino.

(Umberto Eco- El nombre de la Rosa)




NARRADOR HETERODIEGETICO OMNISCIENTE:

Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:

-Es enojoso -prosiguió-. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de cualquier sitio para reclutar mosqueteros!

Acababa de terminar cuando D'Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez. El desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el
mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D'Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión,y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel
que cumplió con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:

-¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se vaya!
-¡No antes de haberte matado, cobarde! -gritaba D'Artagnan mientras hacía frente lo
mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.
-¡Una gasconada más! -murmuró el gentilhombre-. ¡A fe mía que estos gascones son incorregibles! ¡Continuad la danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene bastante.

Pero el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía que habérselas; D'Artagnan no era hombre que pidiera merced nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos todavía; por fin, D'Artagnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos trozos. Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.

En este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de la escena. El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos cuidados.

(Alejandro Dumas - los tres mosqueteros)





NARRADOR HETERODIEGETICO INTERNO:

Oliveira le  sonreía amablemente, tirando un poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.

—Usted es demasiado modesto, demasiado reservado —decía Berthe Trépat—. Hábleme de usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah, también Valentin cuando éramos jóvenes... La «Oda Crepuscular«, un éxito en el Mercure de France... Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si hubiera llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama, para llorar siempre se ponía boca abajo en la cama, era conmovedor.

Oliveira trataba de imaginarse a Valentin llorando boca abajo en la cama, pero lo único que conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo como un cangrejo, en realidad veía a Rocamadour llorando boca abajo en la cama y a la Maga tratando de ponerle un supositorio y Rocamadour resistiéndose y arqueándose, hurtando el culito a las manos torpes de la Maga. Al vejo del accidente también le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente reinvindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo dejaba concentrarse, otra vez quería saber de la vida de Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a veces con las dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de muchacha que aún en plena noche lo estremecía. Bueno, él era un argentino que llevaba un tiempo en parís, tratando de... Vamos a ver, ¿qué era lo que trataba de? Resultaba espinoso explicarlo así de buenas a primeras. Lo que él buscaba era...

—La belleza, la exaltación, la rama de oro —dijo Berthe Trépat—. No me diga nada, lo adivino perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau, hace ya algunos años, buscando la rama de oro. Pero he sido débil, joven, he sido... ¿Pero cómo se llama usted?
—Oliveira —dijo Oliveira
—Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy del Sur, somos pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como Valentin que es de Lille. Los del  Norte, fríos como peces, absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran Obra? Fulcanelli, usted me entiende... No diga nada, me doy cuenta de que es un iniciado. Quizá no alcanzó todavía las realizaciones que verdaderamente cuentan, mientras que yo.. Mire la Síntesis, por ejemplo. Lo que dijo Valentin es cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas, y creo que eso se transparenta en la obra. ¿O no?
—Oh sí.
—Usted tiene mucho karma, se advierte enseguida... —la mano apretaba con fuerza, la artista ascendía a la meditación y para eso necesitaba apretarse contra Oliveira que apenas se resistía, tratando solamente de hacerla cruzar la plaza y entrar por la rue Soufflot. «Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una del demonio»,pensaba Oliveira.

(Capitulo 23- Rayuela- Julio Cortázar)





NARRADOR HETERODIEGÉTICO EXTERNO:

Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los bramidos de júbilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la puerta, tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pájaros dormidos del comedor, por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero cuando quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavilán carnicero.

«Me agarró toda la panocha -me dijo Divina Flor-. Era lo que hacía siempre cuando me  encontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el susto de siempre  sino unas ganas horribles de llorar.» Se apartó para dejarlo salir, y a través de la puerta entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero  no tuvo valor para ver nada más. «Entonces se acabó el pito del buque y empezaron a cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo.» Lo único que ella pudo hacer por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca, contra las órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien que nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta un papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los motivos, y otros detalles muy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho después de que el crimen fue consumado.

Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ramas de los almendros, y en algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de colores de la boda, y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los músicos, parecía un muladar de botellas vacías y toda clase de desperdicios de la parranda pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por los bramidos del buque.

El único lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde Armenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.

Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los asientos, apretando en el  regazo los cuchillos envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento para no despertarlos.  Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían tanto que costaba trabajo distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole», decía el sumario

(Crónica de una muerte anunciada- Gabriel García Márquez)












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